miércoles, 17 de septiembre de 2008

Historia de unos orgasmos estridentes (primera parte)

Por Sara Mandarina
A Joaquín y Carmen los escuchaba todo el edificio. Todos los días, religiosamente, se tiraban a revolcarse a la cama a las siete de la mañana y a las nueve de la noche. Y a gritar y gritar. Les importaba un carajo si todo mundo los escuchaba. Más bien al contrario: querían ser oídos.
Se había establecido entre ellos dos una especie de acuerdo tácito de vivir su placer a través de los vecinos. Es decir, su propia satisfacción parecía crecer mientras más le hicieran creer a los otros que gozaban.

Cuando recién se despertaban, con las cortinas cerradas (como ahuyentando a los espíritus malvados del día y la rutina), el cabello despeinado y un aliento terrible, Joaquín se acercaba brusco a Carmen para poseerla. En un principio era dulce y delicado en ese ritual en el que invocaba decididamente a Eros, pero lenta y progresivamente se fue haciendo tosco y anodino. Carmen no se quejaba y seguía la corriente porque fingir hacer el amor era menos peor que no coger en absoluto y, así, dejar que su nuevo matrimonio se derrumbara.

Ella se daba cuenta perfectamente de cómo los gestos “de placer” de su marido eran fingidos, pero nunca se atrevió a discutir el tema con él porque ella podía percibir que él simulaba genuino goce con vocación irrefutable. Era como una obra de teatro en la que uno de los protagonistas no termina por encajar en el papel, pero tratar de fingir lo más refinadamente posible para que todos (excepto él) crean el montaje.

Carmen nunca supo mentir, así que sólo se limitaba a gritar, como Joaquín alguna vez ya se lo había pedido explícitamente. Pero nunca tuvo las agallas de llevar a cabo la farsa entera: gestos y muecas de placer incontenible parecían en su imaginación como la mentira más detestable y grotesca.

Al principio, cuando empezaron a llevar a cabo la que creían era la salvación de su relación, los “mañaneros” eran divertidos y energetizantes: al salir del departamento el Sol brillaba con más intensidad y hasta los automovilistas parecían más amable. Pero después de que todo se convirtiera en una puesta en escena, el mal humor de saber que se había amanecido sólo para vivir un día igual que todos los que ya habían pasado se incrementaba.

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