Foto por Luis Eduardo Luna
Por Sara Mandarina
Contengo la respiración y me tumbo. No quiero saber nada. Ni de ti ni de nadie. Al carajo. Todo me importa un cuerno. Y lloro.
Estoy dramatiquísima. Me quiero desmayar para ahuyentar el dolor. Pero no. Estoy lúcida. Me doy cuenta que sigo sintiendo. Tengo los mocos y las lágrimas chorreando por mi cara. Me caigo mal. Me cago. No me soporto.
Siento el viento entre mi cabello, lo oigo subiéndose por mi espalda y lo veo aferrándose a mi cadera desnuda.
Nadie habla, nadie se mueve, nadie vive. ¿O será que no me importa? Esto empieza a pudrirse.
¿Qué razón tan jodida puede ser esa de que todo me importa un cuerno para no querer estar conmigo? ¡Son dos años, coño! ¡Dos años que no me importan un cuerno!
Llega el silencio y se sienta a mi lado. Me abraza y me dice que me tranquilice, porque si no, llega la pálida, la amiga indeseable, la irremediable. Me importa un cuerno y sigo berreando.
Pero de repente es algo que no puedo controlar. El silencio no vino a aconsejarme, vino a imponer su gobierno tirano. Le dio igual que le contestara que no, porque se metió muy dentro. Sin quererlo ni darme cuenta, me callé. Yo estaba en silencio. Yo era silencio. Me convertí en la ausencia de mí misma. Involuntariamente, fui el conjunto de todas esas cosas que nadie ha dicho nunca. Pero me seguía escuchando a mí misma. Yo era, yo fui el silencio más ensordecedor que jamás había escuchado y que jamás había callado.
No obstante, sobreviví al silencio. Me sobreviví a mí misma. Ya no lloraba.
Volteé a la izquierda y ahí estaba. Igual que siempre. Y me entró esa misma sensación que llega cuando te encanta una característica en alguien y eventualmente empiezas a detestar. Me explico brevemente. Al lado de ese árbol nos besamos por primera vez. A sus pies nos acostábamos a dormir. Bajo su sombra hablábamos. A su tronco nos abrazábamos.
Y entonces llegó el final. Igual que vino el silencio a aposentarse en mí, se instaló el punto final. Tuve la certeza absoluta de que no había nada más. Igual que el árbol me recordaba a él, todo lo demás también me torturaría en el claroscuro del recuerdo, de la memoria.
Así, me vi morir. Y me importó un cuerno.