Por Sara Mandarina
Son las dos de la mañana y estoy sentada frente a mi computadora portátil que poco a poco empiezo a despreciar. Quiero dormir y las obligaciones me tienen sentada como zombie, pretendiendo que pienso, engañándome a mí misma.
Son las doce del día y veo gente en los pasillos que saludo desvergonzadamente, cayendo sólo mucho después en la cuenta de que no los conocía y los confundí. Después ignoro, porque simplemente no existen, no los veo, a los que sí son mis amigos y que han confiado sus secretos más oscuros entre tarros de cerveza oscura.
Son las cuatro de la tarde y el calor está insoportable. Me meto al coche y me abraza… me abrasa. Conduzco despistada; soy la peor cafre sobre la vía, seguro, no hay ninguna duda. Quiero llegar. Quiero chocar. Quiero detener el carro. Quiero dormir.
Llego a la casa y me duermo una hora, que más bien parece un minuto en el infierno. Me levanto y son las seis de la tarde. El calor sigue al acecho pero toma una actitud más amable. Estoy arrebatadoramente cachonda. Pinche primavera, caramba.
Vuelvo a tomar el coche y me dirijo al centro. Aletargada escucho la sexy voz del vocalista de Tindersticks susurrándome casi al oído. Mi meta es una chela y está tan cerca y tan lejos. Bueno, la chela y un ligue. ¡Dios, una mirada, un guiño, un beso, un faje, un polvo! ¡Algo!
Llego y no está el susodicho que me podría haber rescatado de mi ardiente efervescencia. Me engullo una cerveza.
Repentinamente, como un relámpago, me acuerdo de algo que mi cerebro no es capaz de identificar pero mi estómago sí. Recapitulo y me pongo a pensar qué me estresó. La tarea para Ángela Godoy. ¡Coño!
Despeinada, estreñida, con la vista nublada, el cerebro dormido, el alma inquieta y las vísceras reclamando besos y risas digo: ¡Malditos finales de semestre de primavera!