miércoles, 23 de abril de 2008

Cartón


Por Guillermo Juárez

Mi escuela

Por Christopher Estrada

Estoy aprendiendo a ser comunicador desde 1995. Recuerdo que mi licenciatura se desarrolló bajo un esquema interesante pero no necesariamente efectivo: muchas materias “teóricas” en los primeros cinco semestres y el resto del tiempo dedicado a talleres y prácticas. Tuve profesores muy buenos y profesores muy malos (entre ellos, varios extranjeros malviajados) y algunos llegaron a darme más de una clase.

Recuerdo que muchos de mis compañeros no sabían escribir con meridiana propiedad ni siquiera el nombre que aparecía en su acta de nacimiento. Otros, llenos de “ideas chidas” en su cabeza, jamás movieron un dedo por hacerlas realidad. A su discurso idealista le seguía el típico reproche a la pobreza de un país que estaba saliendo de una guerra. Yo mismo me rehusaba a leer libros de teoría, porque eso era encasillarse en ideas prestadas.

Recuerdo que muchos de mis maestros se contradecían entre sí, simplemente porque no se tomaban la molestia de compartir los fundamentos de sus clases. Recuerdo que cuando torpemente concluía que un maestro no era de la talla que yo esperaba, criticaba e importunaba su clase unos días y luego, soberbia a cuestas, reprobaba voluntariamente la materia, como una ingenua autoinmolación ejemplarizante dirigida a mi escuela. En menos de un año reduje mi promedio de 9.0 a 7.1.

Ya no soy así de impulsivo… pero no he dejado que otros se encarguen de articular los conocimientos que necesito para ser un mejor comunicador. Cierto: mis clases no fueron un robusto cuerpo integrado de teorías y plataformas metodológicas probadas y pertinentes; ni siquiera tuve el privilegio de tener maestros que hubieran reflexionado sobre su propia profesión o sobre la comunicación. Pero, ¿acaso habría sabido qué hacer con eso en aquellos días? ¿Sería un mejor aprendiz de comunicador ahora? Creo que no.

No he dejado de aprender a ser comunicador desde 1995 porque mi mejor aprendizaje de la escuela fue que yo era el responsable de hacer mi escuela. Desde entonces pregunto cuando algo me inquieta de más, leo cuando un maestro no me satisface, organizo mi consumo de noticias, me empapo de arte, busco hacer concreto lo abstracto… De repente, me encontré con amigos que hacían lo mismo y entonces sí me sentí parte de una escuela. Es una construcción hecha por nosotros mismos, claro, pero frente a ella me siento satisfecho de mí mismo y preparado para construir mucho más.

Malditos ellos…

Por Sara Mandarina

Es la época de finales y como un monstruo que levanta la pata lenta pero decididamente, prometen aplastarnos. Yo no entiendo, la mera verdá’, por qué nos hacen pasar estos suplicios. Todos los profesores, confabulados diabólicamente, deciden dejar hasta el final (de ahí el dichoso nombrecito) el castigo máximo, haciendo sutiles y paradójicas referencias bíblicas (con eso del castigo final, digo). Castigo que disfrazan de inversión: invertimos nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestras noches en aprender, en desentelarañar nuestra capacidad reflexiva, analítica y sintética y ejercitar ese fabuloso y nunca bien ponderado músculo conocido mandarinescamente como cerebrín. 

¿Y por qué castigo? Una de dos: o somos bien inteligentes y el profe nos está aplicando esa de “lo que no nos mata nos hace más fuertes” o de plano le deyectamos (o sea, cagamos) al susodicho académico y la explicación al castigo no se hace necesaria. El caso es que en estas fechas, el ITESO se convierte del antro que abre más temprano y donde te dejan pasar incluso descalzo al purgatorio a donde todos vamos a parir chayotes y comparar el avance de nuestro trabajo con todo aquel que se nos cruza por los pasillos, para no sentirnos tan mal o agobiados cuando nos damos cuenta que hay unos cuantos perdidos que ni enterados están del mentado trabajo. 

Tu Bandera

Por Jaime García 

Espero conocer los monumentos, 
y también las avenidas principales,
nunca me ha gustado andar por lo pisado, 
pero seré turista sin cuestionar las huellas del pasado.

Cargo ya con pasaporte, 
con los sellos que confirman lo vivido,
no esperes un hombre con camino recorrido, 
soy solamente del silencio un viejo conocido.

Exploraré sin duda cada puerto, 
olvidando cada barco anclado en tu misterio.

Dejaré lo claro a los de siempre, 
me instalaré en los suburbios de tu vientre,

Y tocaré despacio los adentros, 
inhalando el olor de tu universo,
prepararé la ducha, prenderé la hoguera 
y le haré el amor a tu bandera.