miércoles, 24 de septiembre de 2008

Historia de los orgasmos estreidentes (segunda parte)

Por Sara Mandarina
Cada uno se iba por su lado, a las actividades de todos los días. Joaquín a la aseguradora y Carmen a la oficina. No se veían para comer, no les ajustaba el poco tiempo que tenían en su trabajo destinado a esta actividad. El tráfico, el smog, el transporte público, la lluvia. Cualquier razón valía. Ambos preferían, de hecho, hacerse creer mutuamente y a sí mismos que era absolutamente imposible que se vieran a esa hora. Para Carmen era un momento menos de convivencia decadente y falsa; para Joaquín era simplemente la manera en que las cosas tenían que suceder: se veían poco y esto implicaba, naturalmente, que se tenían que soportar poco; y de la pequeña cantidad de tiempo que compartían juntos ni siquiera hablaban o se miraban o se gritaban. Simplemente jugaban a ver quién hacía mejor el papel de enamorado. No, mejor aún: jugaban a ver quién aguantaba más haciendo el papel de enamorado.

Joaquín tenía miedo de todo y lo manifestaba en forma de violencia. Desde pequeño recuerda haber perdido todo aquello que realmente le interesaba (su mamá, su mejor amigo, su pelota de fútbol, su hamster, su viaje a Estados Unidos…) y cuando encontró lo que verdaderamente quería hacer perdurar, se topó con la noticia de que el miedo no había hecho más que intensificarse. Lo congelaba el temor de perderla, de estropear las cosas, de no ser suficiente. Entonces gritó, golpeó, calló. Y la relación se empezó a venir abajo. Discretamente, casi con decoro. Imperceptible para los demás, pujante para Carmen y Joaquín.

Así, la única solución que encontró fue tener sexo indiscriminadamente. A él le habían enseñado que eso era “hacer el amor” y a esos dos era lo que más les hacía falta. Construir un poquito algo de aquello que las inseguridades y complejos de Joaquín habían derrumbado y que la rutina y la monotonía se habían encargado de difuminar, de hacer huidizo y borroso.

Los vecinos eventualmente descansaron del estruendo que salía del departamento número ocho. Les pareció a todos muy extraño porque fue repentino, de la noche a la mañana. Nadie supo ni quiso saber más. Realmente a nadie le interesaba.

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