Por Liliana Ruiz
Ese día no nos reconocimos a pesar de llevar tanto tiempo juntos. Diario, por la mañana, iba a visitarlo y nos veíamos como sabiéndonos un poco más que conocidos, sabiéndonos en conexión, pero conexión en la que nunca habíamos pensado antes y que tampoco nos había importunado, puesto que ese diario estar juntos, nos era más que suficiente. Quizá un día ocurrió que nos quedamos viendo mucho tiempo como tratando de encontrarnos algo nuevo, de sabernos algo más. Intentábamos vernos como desconocidos, pero dentro de nuestro intento, sabíamos que esa conexión seguía ahí, que nunca se nos escapaba, sabíamos que era una conexión profunda, pero que (lo confieso) en esos intentos de conocernos resultaba encarceladora e inoportuna; y como quien siente compasión por alguien, nos retirábamos del intento riéndonos y cubriendo nuestra estupidez imaginándonos que la conexión era hermosa, que éramos hermosos, y que nuestro juego no tenia sentido alguno. Nos reíamos de nuestro propio juego, de nuestra propia falsedad y sobre todo, de sentir que esa conexión se estaba volviendo una barrera.
Pero ese día, igual por la mañana, no supe quién era a quien estaba viendo, a pesar de ser él. En su rostro había algo de monstruoso, de tétrico, de inhumano. Parecía realmente un monstruo. Tenía los ojos muy salidos y en ellos había un profundo desprecio o un terrible misterio que no me quiso explicar, así que yo no supe qué es lo que me quería decir con esa mirada, con ese semblante, pero lo que sí supe fue que algo dentro de mí se estremeció y oprimió. A él parecía no importarle, puesto que me veía de frente sin cambiar en absoluto su semblante. La boca la tenia un poco hacia arriba como simulando una sonrisa, que en la simulación se veía irónica, burlona y tiránica. Él se dio cuenta de que su semblante me estremeció y quiso cambiarlo pero no pudo. Trató de restablecer nuestra antigua conexión pero parecía que unos hilos ocultos en su rostro lo jalaban para que el semblante monstruoso no se fuera. Trataba de verse normal, pero una vez que lo veía a los ojos, el semblante regresaba y con él el terror, mi terror. No pude evitar notar que se veía muy feo, pero como quien sabe de la incapacidad de un perro manso para morder, me acerqué a él, tratando de descubrir qué era eso que me estremecía y después de unos minutos, me quedé en pasmo; me di cuenta de qué era lo que me estremecía de él, y es que él, el monstruo que tenía enfrente, era un espejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario