Por: Sara Mandarina
Una vez me llevabas de la mano por una calle (un poco oscura y vacía, por supuesto) y pasamos frente a una tienda de antigüedades que tenía un espejo en la vitrina. Yo de reojo volteé y me miré sorprendida. Tenía plantada en la cara una sonrisa letárgica, que estaba ahí casi por inercia; era una sonrisa falsa que quería llegar a verdadera. Y aparte unos ojos de frustración resignada. Todo junto, combinado. Resultaba patética. Y quizá no sólo por la sonrisa y los ojos sino porque inmediatamente decidí que así me quería quedar. Porque de otra forma (si la sonrisa se borraba y la frustración dejaba de resignarse) nuestro amor se iba a diluir en las aguas turbias de la indiferencia citadina.
Pobre de aquella, rumoran las gentes a tu paso. Tú que te crees tan bien acompañada y estás tan sola. Levantas el polvo al andar y polvo es lo único que va contigo, que te acompaña y se queda en ti. Pobre de aquella, tan sola y tan abandonada por todos, por sí misma.
Tú (y ella), yo (sólo yo, incluso un poco menos que yo) y nuestras circunstancias (los encuentros clandestinos y casi ilegales) fuimos los ingredientes echados a perder de un platillo que hubiera parecido suculento.
Te sigo de cerca y te veo nítida, aunque tú ya sólo distingas una sombra. Te he visto llorando frente al espejo, cuando te palpas la cara y te das cuenta que ya no estás, que eres un recuerdo. Ya te lo habíamos dicho todos, niña terca, en polvo te estás convirtiendo.
Y tú seguías tan cabrón, con ese aire de ingenuidad que te perdonaba todo y te absolvía de tus pecados. Las verdades que me escupías y derrumbaban todos los muros que yo intentaba alzar para aislarme, para no ver la realidad y aislarme en mis mentiras piadosas. Tú, que te erigías como el salvador, la promesa, el amor materializado en un abrazo y una mirada (infinitamente no patética).
Todos sabemos de tu desgracia, querida, tú eres la única que le voltea la cara a tu situación. Dices que no crees en Dios, que no te vas a encomendar a nadie, pero yo sé que tú te das cuenta de que estás en el infierno.
Devastadoramente claro, arrebatadoramente pasional, absurdamente único, eternamente ajeno. Así eras tú.
El amor es para volverse loco, princesa, y después sanar. El amor es obstinado e irracional, y tú siempre tan ensimismada, tan reflexiva. Esos besos, esos abrazos, no son tuyos; son compartidos, prestados. Tú te crees que eso que tienes es trascendental, pero en realidad sólo eres víctima de una trampa disfrazada de favor que la vida te tiende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario